Por JAMES NEILSON
PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.
Como fue de prever, el intento de Israel de impedir que Gaza siga siendo una base misilística desde la cual sus enemigos mortales podrían continuar disparando miles de cohetes con la esperanza de sembrar muerte y destrucción en su territorio no tardó en motivar protestas airadas en Europa, América del Norte y algunas localidades de América latina.
Si
bien, para preocupación de los líderes de la yihad, en esta ocasión la
reacción ha sido menos feroz que en el pasado, ha sido
suficiente como para obligar al gobierno del primer ministro Benjamín
Netanyahu a poner en peligro a los soldados del ejército al ordenarles
emprender una operación sumamente difícil para eliminar el complejo de
túneles que fue construido por Hamas para almacenar armas y facilitar la
penetración de grupos de terroristas en Israel.
En el terreno militar, Israel aún es más poderoso que Hamas o cualquier otra fuerza islamista.
Tiene que serlo: una derrota en el campo de batalla significaría la matanza de buena parte de sus habitantes.
Pero,
como lo ha recordado la actitud asumida por los medios periodísticos
más influyentes y muchos gobiernos extranjeros, entre ellos el
argentino, frente al conflicto más reciente en Gaza, en el terreno
propagandístico es muy débil.
De todos los países del mundo, Israel es el más criticado.
El
régimen sirio puede matar a centenares de miles de rebeldes,
perpetrando un sinfín de atrocidades, sin que haya manifestaciones
multitudinarias de protesta en las grandes ciudades occidentales; si los
israelíes provocan bajas civiles en Gaza –de tomarse en serio las
declaraciones de los voceros de Hamas, todas lo son–, serán acusados de
“genocidio” y de actuar como “nazis”.
Incluso
aquellos mandatarios, como el norteamericano Barack Obama, que se
animan a señalar que los israelíes sí tienen el derecho de defenderse
contra los resueltos a aniquilarlos, se sienten constreñidos a
advertirles que les convendría limitarse a emplear métodos pacíficos.
Los enemigos de lo que los más rabiosos llaman el “ente sionista” saben aprovechar la voluntad de tantos occidentales a juzgar la conducta israelí según pautas que no aplicarían a ningún otro país de la tierra.
Entienden
muy bien que, para el gobierno de Netanyahu, la muerte de un niño
musulmán es un desastre, pero para Hamas, cuantos más mueran mejor.
Los
israelíes tratan de proteger a sus propios civiles, de
ahí la “desproporción” del número de muertes que tanto angustia a la
opinión pública occidental; los islamistas usan los suyos como escudos
humanos.
Desde su punto de vista, es lógico; dicen amar la muerte más que la vida.
También
les parece lógico violar las treguas esporádicas promovidas, con la
aquiescencia israelí, por países como Egipto; si ellos dejaran de
disparar cohetes contra Israel, el conflicto terminaría; en cambio, si
“los sionistas” optaran por una postura conciliadora, entraría en una
fase más truculenta.
¿A
qué se debe el consenso de que a los enemigos de Israel todo está
permitido pero a Israel mismo nada lo está? No cabe duda de que el
antisemitismo, en el sentido tradicional de la palabra, ha contribuido a
la obsesión de tantos con el
único país judío.
Miles
de académicos que no soñarían con organizar un boicot contra los
intelectuales de China, Rusia, Arabia Saudita, Turquía, Siria, Sudán –la
lista es interminable– están más que dispuestos a tratar como parias a
sus colegas israelíes.
Asimismo,
las protestas violentas supuestamente pro palestinas que estallaron hace
poco en París y en diversas ciudades alemanas pronto degeneraron en
pogromos al ensañarse las turbas con sinagogas y negocios judíos.
Otra desventaja sufrida por Israel es un tanto paradójica: se asemeja demasiado a una típica democracia occidental, lo que, lejos de garantizarle la solidaridad de sus presuntos congéneres, ha servido para estimular la hostilidad de una amplia franja de contestatarios.
En
los años últimos, la izquierda combativa post marxista se ha aliado con
el islamismo porque, a su juicio por lo menos, están luchando contra un
enemigo común.
A esta gente, el que en Irán y otros países los guerreros santos hayan celebrado sus triunfos exterminando con crueldad aleccionadora a los izquierdistas y otros rebeldes que los habían ayudado a demoler el statu quo anterior le parece meramente anecdótico.
Algunos
críticos acérrimos del Estado Judío reivindican con franqueza una
actitud que, en otras circunstancias, ellos mismos calificarían de
racista.
Afirman
que por ser Israel un país de cultura mayormente occidental, es
legítimo exigirles a sus dirigentes respetar normas mucho más elevadas
que las apropiadas para árabes, iraníes, afganos o paquistaníes.
Por
lo tanto, no les importan las matanzas horrendas que ya son rutinarias
en el Oriente Medio, el norte de África y que con toda probabilidad
pronto se darán en Afganistán al abandonarlo a su suerte los
norteamericanos y europeos, por tratarse a su juicio de algo acaso
lamentable pero así y todo natural, sin por eso reconocer que, en vista
de la clase de vecindario en el que se encuentran, los israelíes no
tienen más alternativa que la de tratar de defenderse por medios
militares.
Con
todo, aunque ciertas elites progresistas siguen solidarizándose a su
modo con Hamas y, con menos entusiasmo, los “moderados” de Al Fatah, hay
señales de que en Europa y América del Norte la mayoría ha comenzado a
ubicar lo que está sucediendo en Gaza en un contexto mayor al supuesto
por quienes quisieran creer que sólo es cuestión de una disputa
territorial que podría solucionarse con la creación de un Estado
palestino viable.
Sucede
que la razón por la
que tantos indonesios, malayos, paquistaníes, iraníes y árabes odian a
Israel y fantasean con borrarlo de la faz de la tierra no tiene nada que
ver con su hipotética simpatía por los palestinos.
Para musulmanes piadosos que toman al pie de la letra lo que está escrito en el Alcorán, los judíos son enemigos eternos del Islam porque Alá lo dijo al profeta Mahoma.
Por
lo demás, los islamistas,
cuya prédica ha resultado ser muy atractiva al difundirse la sensación
de que el Occidente está batiéndose en retirada, se han propuesto
reconquistar todos los territorios que habían dominado sus antecesores,
comenzando con Israel.
Por motivos comprensibles, pocos occidentales han querido considerar la posibilidad de que la época de las guerras de religión no pertenezca a un pasado lamentable sino que, por el contrario, los conflictos entre los distintos credos se han reanudado y amenazan con adquirir proporciones terroríficas.
Estarán en lo cierto los políticos occidentales y personajes como Jorge Bergoglio que insisten en que la paz es mejor que la guerra, que el mundo se beneficiaría si todos lograran convivir en un clima de respeto mutuo, pero fuera del Occidente sus palabras conmovedoras no cambian nada.
Mientras
los bien pensantes se rasgaban las vestiduras y deploraban las acciones
de los israelíes, miles de cristianos y otros “infieles” huyeron de la
ciudad iraquí de Mosul que hacía poco había caído en manos de islamistas
que les pedían elegir entre convertirse a la única fe verdadera y morir
decapitados o
crucificados.
Sería
legítimo suponer que la limpieza étnica, mejor dicho, religiosa, en
gran escala que está llevándose a cabo en muchas partes del extenso
mundo musulmán, merecería tanta atención como el conflicto en Gaza,
pero, desgraciadamente para los perseguidos por fanáticos sanguinarios,
estos no son judíos.
Israel está bajo sitio por razones religiosas, no porque, como aseveran los deseosos de verlo desaparecer, ocupa territorio que en su opinión no le corresponde.
Desde hace siglos es habitual que, en zonas en que la convivencia pacífica es imposible, se intercambien poblaciones.
Luego
de la
Segunda Guerra Mundial, diez millones de alemanes fueron expulsados de
países europeos en que sus ancestros habían vivido durante siglos; los
acogió la Alemania Federal sin pensar en reivindicar el derecho de todos
a regresar a Rusia, Polonia o Checoslovaquia.
Luego
de la Primera Guerra Mundial, los griegos cuyas comunidades en Turquía
habían existido desde hacía varios milenios “volvieron” a la tierra de
sus antepasados remotos, mientras que sus ex compatriotas turcos, mejor
dicho, musulmanes, fueron enviados a
Anatolia.
Sin
embargo, mientras que Israel ha mantenido las puertas abiertas a todos
los muchos judíos echados de los países árabes, de estos ninguno
permitió que los palestinos se integraran plenamente a sus propias
sociedades.
Los
distintos regímenes entendieron enseguida que les convendría mucho más
mantenerlos indefinidamente como “refugiados” subsidiados por la
“comunidad internacional”, o sea, Europa y Estados Unidos, a la espera
de que, andando el tiempo, les sería dado sacar provecho de la
conciencia culposa del Occidente que, para pedir perdón por el
holocausto del pueblo judío, declaró inaceptable cualquier forma de
discriminación étnica o religiosa, de ahí la inmigración masiva de
musulmanes reacios a dejarse asimilar.
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