http://informadorpublico.com/2014/10/02/sobre-idiotas-velos-e-imanes/
“Es la guerra santa, idiotas”
Pinchos
morunos y cerveza. A la sombra de la antigua muralla de Melilla, mi
interlocutor -treinta años de cómplice amistad- se recuesta en la silla y
sonríe, amargo. «No se dan cuenta, esos idiotas -dice-. Es una guerra, y
estamos metidos en ella. Es la tercera guerra mundial, y no se dan
cuenta». Mi amigo sabe de qué habla, pues desde hace mucho es soldado en
esa guerra. Soldado anónimo, sin uniforme. De los que a menudo tuvieron
que dormir con una pistola debajo de la almohada. «Es una guerra
-insiste metiendo el bigote en la espuma de la cerveza-. Y la estamos
perdiendo por nuestra estupidez. Sonriendo al enemigo».
Mientras escucho, pienso en el enemigo. Y no necesito forzar la imaginación, pues durante parte de mi vida habité ese territorio. Costumbres, métodos, manera de ejercer la violencia. Todo me es familiar. Todo se repite, como se repite la Historia desde los tiempos de los turcos, Constantinopla y las Cruzadas. Incluso desde las Termópilas. Como se repitió en aquel Irán, donde los incautos de allí y los imbéciles de aquí aplaudían la caída del Sha y la llegada del libertador Jomeini y sus ayatollás. Como se repitió en el babeo indiscriminado ante las diversas primaveras árabes, que al final -sorpresa para los idiotas profesionales- resultaron ser preludios de muy negros inviernos. Inviernos que son de esperar, por otra parte, cuando las palabras libertad y democracia, conceptos occidentales que nuestra ignorancia nos hace creer exportables en frío, por las buenas, fiadas a la bondad del corazón humano, acaban siendo administradas por curas, imanes, sacerdotes o como queramos llamarlos, fanáticos con turbante o sin él, que tarde o temprano hacen verdad de nuevo, entre sus también fanáticos feligreses, lo que escribió el barón Holbach en el siglo XVIII: «Cuando los hombres creen no temer más que a su dios, no se detienen en general ante nada».
Porque es la Yihad, idiotas. Es la guerra santa. Lo sabe mi amigo en Melilla, lo sé yo en mi pequeña parcela de experiencia personal, lo sabe el que haya estado allí. Lo sabe quien haya leído Historia, o sea capaz de encarar los periódicos y la tele con lucidez. Lo sabe quien busque en Internet los miles de vídeos y fotografías de ejecuciones, de cabezas cortadas, de críos mostrando sonrientes a los degollados por sus padres, de mujeres y niños violados por infieles al Islam, de adúlteras lapidadas -cómo callan en eso las ultrafeministas, tan sensibles para otras chorradas-, de criminales cortando cuellos en vivo mientras gritan «Alá Ajbar» y docenas de espectadores lo graban con sus putos teléfonos móviles. Lo sabe quien lea las pancartas que un niño musulmán -no en Iraq, sino en Australia- exhibe con el texto: «Degollad a quien insulte al Profeta». Lo sabe quien vea la pancarta exhibida por un joven estudiante musulmán -no en Damasco, sino en Londres- donde advierte: «Usaremos vuestra democracia para destruir vuestra democracia».
A Occidente, a Europa, le costó siglos de sufrimiento alcanzar la libertad de la que hoy goza. Poder ser adúltera sin que te lapiden, o blasfemar sin que te quemen o que te cuelguen de una grúa. Ponerte falda corta sin que te llamen puta. Gozamos las ventajas de esa lucha, ganada tras muchos combates contra nuestros propios fanatismos, en la que demasiada gente buena perdió la vida: combates que Occidente libró cuando era joven y aún tenía fe. Pero ahora los jóvenes son otros: el niño de la pancarta, el cortador de cabezas, el fanático dispuesto a llevarse por delante a treinta infieles e ir al Paraíso. En términos históricos, ellos son los nuevos bárbaros. Europa, donde nació la libertad, es vieja, demagoga y cobarde; mientras que el Islam radical es joven, valiente, y tiene hambre, desesperación, y los cojones, ellos y ellas, muy puestos en su sitio. Dar mala imagen en Youtube les importa un rábano: al contrario, es otra arma en su guerra. Trabajan con su dios en una mano y el terror en la otra, para su propia clientela. Para un Islam que podría ser pacífico y liberal, que a menudo lo desea, pero que nunca puede lograrlo del todo, atrapado en sus propias contradicciones socioteológicas. Creer que eso se soluciona negociando o mirando a otra parte, es mucho más que una inmensa gilipollez. Es un suicidio. Vean Internet, insisto, y díganme qué diablos vamos a negociar. Y con quién. Es una guerra, y no hay otra que afrontarla. Asumirla sin complejos. Porque el frente de combate no está sólo allí, al otro lado del televisor, sino también aquí. En el corazón mismo de Roma. Porque -creo que lo escribí hace tiempo, aunque igual no fui yo- es contradictorio, peligroso, y hasta imposible, disfrutar de las ventajas de ser romano y al mismo tiempo aplaudir a los bárbaros. (Minuto Digital)
Mientras escucho, pienso en el enemigo. Y no necesito forzar la imaginación, pues durante parte de mi vida habité ese territorio. Costumbres, métodos, manera de ejercer la violencia. Todo me es familiar. Todo se repite, como se repite la Historia desde los tiempos de los turcos, Constantinopla y las Cruzadas. Incluso desde las Termópilas. Como se repitió en aquel Irán, donde los incautos de allí y los imbéciles de aquí aplaudían la caída del Sha y la llegada del libertador Jomeini y sus ayatollás. Como se repitió en el babeo indiscriminado ante las diversas primaveras árabes, que al final -sorpresa para los idiotas profesionales- resultaron ser preludios de muy negros inviernos. Inviernos que son de esperar, por otra parte, cuando las palabras libertad y democracia, conceptos occidentales que nuestra ignorancia nos hace creer exportables en frío, por las buenas, fiadas a la bondad del corazón humano, acaban siendo administradas por curas, imanes, sacerdotes o como queramos llamarlos, fanáticos con turbante o sin él, que tarde o temprano hacen verdad de nuevo, entre sus también fanáticos feligreses, lo que escribió el barón Holbach en el siglo XVIII: «Cuando los hombres creen no temer más que a su dios, no se detienen en general ante nada».
Porque es la Yihad, idiotas. Es la guerra santa. Lo sabe mi amigo en Melilla, lo sé yo en mi pequeña parcela de experiencia personal, lo sabe el que haya estado allí. Lo sabe quien haya leído Historia, o sea capaz de encarar los periódicos y la tele con lucidez. Lo sabe quien busque en Internet los miles de vídeos y fotografías de ejecuciones, de cabezas cortadas, de críos mostrando sonrientes a los degollados por sus padres, de mujeres y niños violados por infieles al Islam, de adúlteras lapidadas -cómo callan en eso las ultrafeministas, tan sensibles para otras chorradas-, de criminales cortando cuellos en vivo mientras gritan «Alá Ajbar» y docenas de espectadores lo graban con sus putos teléfonos móviles. Lo sabe quien lea las pancartas que un niño musulmán -no en Iraq, sino en Australia- exhibe con el texto: «Degollad a quien insulte al Profeta». Lo sabe quien vea la pancarta exhibida por un joven estudiante musulmán -no en Damasco, sino en Londres- donde advierte: «Usaremos vuestra democracia para destruir vuestra democracia».
A Occidente, a Europa, le costó siglos de sufrimiento alcanzar la libertad de la que hoy goza. Poder ser adúltera sin que te lapiden, o blasfemar sin que te quemen o que te cuelguen de una grúa. Ponerte falda corta sin que te llamen puta. Gozamos las ventajas de esa lucha, ganada tras muchos combates contra nuestros propios fanatismos, en la que demasiada gente buena perdió la vida: combates que Occidente libró cuando era joven y aún tenía fe. Pero ahora los jóvenes son otros: el niño de la pancarta, el cortador de cabezas, el fanático dispuesto a llevarse por delante a treinta infieles e ir al Paraíso. En términos históricos, ellos son los nuevos bárbaros. Europa, donde nació la libertad, es vieja, demagoga y cobarde; mientras que el Islam radical es joven, valiente, y tiene hambre, desesperación, y los cojones, ellos y ellas, muy puestos en su sitio. Dar mala imagen en Youtube les importa un rábano: al contrario, es otra arma en su guerra. Trabajan con su dios en una mano y el terror en la otra, para su propia clientela. Para un Islam que podría ser pacífico y liberal, que a menudo lo desea, pero que nunca puede lograrlo del todo, atrapado en sus propias contradicciones socioteológicas. Creer que eso se soluciona negociando o mirando a otra parte, es mucho más que una inmensa gilipollez. Es un suicidio. Vean Internet, insisto, y díganme qué diablos vamos a negociar. Y con quién. Es una guerra, y no hay otra que afrontarla. Asumirla sin complejos. Porque el frente de combate no está sólo allí, al otro lado del televisor, sino también aquí. En el corazón mismo de Roma. Porque -creo que lo escribí hace tiempo, aunque igual no fui yo- es contradictorio, peligroso, y hasta imposible, disfrutar de las ventajas de ser romano y al mismo tiempo aplaudir a los bárbaros. (Minuto Digital)
=================== SEGUNDA PARTE
Vaya
por Dios. Compruebo que hay algunos idiotas -a ellos iba dedicado aquel
artículo- a los que no gustó que dijera, hace cuatro semanas, que lo
del Islam radical es la tercera guerra mundial: una guerra que a los
europeos no nos resulta ajena, aunque parezca que pilla lejos, y que
estamos perdiendo precisamente por idiotas; por los complejos que
impiden considerar el problema y oponerle cuanto legítima
y democráticamente sirve para oponerse en esta clase de cosas.
La
principal idiotez es creer que hablaba de una guerra de cristianos
contra musulmanes. Porque se trata también de proteger al Islam normal,
moderado, pacífico. De ayudar a quienes están lejos del fanatismo
sincero de un yihadista majara o del fanatismo fingido de un
oportunista. Porque, como todas las religiones extremas trajinadas por
curas, sacerdotes, hechiceros, imanes o lo que se tercie, el Islam se
nutre del chantaje social. De un complicado sistema de vigilancia,
miedo, delaciones y acoso a cuantos se aparten de la ortodoxia. En ese
sentido, no hay diferencia entre el obispo español que hace setenta años
proponía meter en la cárcel a las mujeres y hombres que bailasen
agarrados, y el imán radical que, desde su mezquita,
exige las penas sociales o físicas correspondientes para quien
transgreda la ley musulmana. Para quien no viva como un creyente.
Por
eso es importante no transigir en ciertos detalles, que tienen
apariencia banal pero que son importantes. La forma en que el Islam
radical impone su ley es la coacción: qué dirán de uno en la calle, el
barrio, la mezquita donde el cura señala y ordena mano dura para la
mujer, recato en las hijas, desprecio hacia el homosexual, etcétera.
Detalles menores unos, más graves otros, que constituyen el conjunto de
comportamientos por los que un ciudadano será aprobado por la comunidad
que ese cura controla. En busca de beneplácito social, la mayor parte de
los ciudadanos transigen, se pliegan, aceptan someterse a actitudes y
ritos en los que no creen, pero que
permiten sobrevivir en un entorno que de otro modo sería hostil. Y así,
en torno a las mezquitas proliferan las barbas, los velos, las
hipócritas pasas -ese morado en la frente, de golpear fuerte el suelo al
rezar-, como en la España de la Inquisición proliferaban las costumbres
pías, el rezo del rosario en público, la delación del hereje y las
comuniones semanales o diarias.
El
más siniestro símbolo de ese Islam opresor es el velo de la mujer, el
hiyab, por no hablar ya del niqab que cubre el rostro, o el burka que
cubre el cuerpo. Por lo que significa de desprecio y coacción social: si
una mujer no acepta los códigos, ella y toda su familia quedan marcados
por el oprobio. No son buenos musulmanes. Y ese contagio perverso y
oportunista -fanatismos sinceros aparte, que siempre los hay-
extiende como una mancha de aceite el uso del velo y de lo que haga
falta, con el resultado de que, en Europa, barrios enteros de población
musulmana donde eran normales la cara maquillada y los vaqueros se ven
ahora llenos de hiyabs, niqabs y hasta burkas; mientras el Estado, en
vez de arbitrar medidas inteligentes para proteger a esa población
musulmana del fanatismo y la coacción, lo que hace es ser cómplice,
condenándola a la sumisión sin alternativa. Tolerando usos que denigran
la condición femenina y ofenden la razón, como el disparate de que una
mujer pueda entrar con el rostro oculto en hospitales, escuelas y
edificios oficiales -en Francia, Holanda e Italia ya está prohibido-,
que un hospital acceda a que sea una mujer doctor y no un hombre quien
atienda a una musulmana, o que un imán radical aconseje maltratos a las
mujeres o predique la yihad sin que en el acto sea puesto en un avión y
devuelto a su país de origen. Por lo
menos.
Y
así van las cosas. Demasiada transigencia social, demasiados paños
calientes, demasiados complejos, demasiado miedo a que te llamen
xenófobo. Con lo fácil que sería decir desde el principio: sea bien
venido porque lo necesitamos a usted y a su familia, con su trabajo y su
fuerza demográfica. Todos somos futuro juntos. Pero escuche: aquí
pasamos siglos luchando por la dignidad del ser humano, pagándolo muy
caro. Y eso significa que usted juega según nuestras reglas, vive de
modo compatible con nuestros usos, o se atiene a las consecuencias. Y
las consecuencias son la ley en todo su rigor o la sala de embarque del
aeropuerto. En ese sentido, no estaría de más recordar lo que aquel
gobernador británico en la India dijo a quienes querían seguir quemando
viudas en la pira del marido
difunto: «Háganlo, puesto que son sus costumbres. Yo levantaré un
patíbulo junto a cada pira, y en él ahorcaré a quienes quemen a esas
mujeres. Así ustedes conservarán sus costumbres y nosotros las
nuestras».
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